16.9.10

Eran las siete de la mañana. El sol lentamente se asomaba entre las finas cortinas que cubrían la ventana, mientras que una sábana blanca cubría sus cuerpos desnudos. Lentamente, el mundo recobraba la vida que había perdido la noche anterior y el cielo se pintaba de colores. Los ruidos de los autos y las voces de los transeúntes de a poco se incorporaban a la escena, y el canto de los pájaros y la briza que gentilmente acariciaba sus cuerpos les daban la bienvenida.

Eran las cuatro de la tarde y las agujas del reloj se sentían como bolsas llenas de rocas que debía arrastrar, pegadas a su espalda. Las paredes verdes y amarillas, las pizarras levemente escritas y el claqueteo constante de los tacos de las “señoritas” caminando de un lado al otro por los pasillos, amenazaban con desterrarla de ese mundo que ella tanto amaba: su mundo. Las bolsas bajo sus ojos, el maquillaje ya levemente corrido y el dolor de cabeza eran simplemente recordatorios del ayer y de lo difícil que iba a ser el mañana.

Eran las ocho de la noche. Las calles estaban mojadas y la humedad atentaba contra su peinado, el cual había cuidadosamente arreglado horas atrás, pensando en él. Sus pies golpeaban, enojados, la vereda mientras caminaba hacia ese punto que ya conocía muy bien. De manera repentina, las luces blancas y los colores violetas arrasaron con su tranquilidad y los rostros de los extraños la hacían sentir incómoda. Mientras bajaba las escaleras, no podía evitar pensar en su sonrisa, en su aroma y en todo lo que él implicaba. Ella sabía que faltaban días para volver a encontrarse, pero su corazón ya palpitaba apurado con el simple pensamiento de sus labios presionados contra los de ella. De a poco, sus pasos comenzaron a ser más cortos, más apurados. Por alguna razón que no comprendía, sentía que debía apurarse y girar esa llave rápidamente. De nuevo el reloj. Ese reloj con luces rojas que todas las tardes marcaba los segundos faltantes para su condena. Esta vez ella estaba decidida a ganarle. Esta vez, esos cuatro números eran poderosas señales de la libertad que le esperaba hasta que volviese a ser esclava de la rutina al día siguiente.

Ya eran las nueve y media. El viento frío cortaba sus mejillas a medida que transitaba el camino hacia su casa. El mp3, confiable aliado, y la música ruidosa que tanto la caracterizaba le daban apoyo en un mundo en donde no había de dónde agarrarse. La realidad estaba empezando a ganarle. Así, de la nada, recordó su imagen y su corazón volvió a acelerarse. De repente comenzó a sentir ese propósito misterioso que le había hecho alegrarse tan sólo una hora atrás, y apuró el paso. Sus zapatillas degastadas maltrataban las veredas con los golpes abruptos y brutos que pegaban.

Eran las nueve cuarenta y cinco, y ahí estaba. Frente a su puerta, entusiasmada por una razón desconocida por ella, se limitó a observar la madera. Cerró los ojos, respiró y sintió la magia incorporarse a ella. Una vez que había girado la llave –tras hacer ese truco que sólo los familiares conocen: tirar un poquito la puerta para atrás, girar la llave y rápidamente tirar de la puerta hacia adelante, acercándola de uno- y estaba adentro, un océano de sensaciones se abalanzó sobre ella. No había palabras para describirlas ni sonidos que les hicieran justicia. Abrió los ojos de manera lenta y respiró una vez más la tranquilidad que le ofrecía el momento. Al abrirlos, sus ojos automáticamente se dirigieron hacia ahí. Sobre la mesa, en frente del sillón marrón y entre el florero y el teléfono rojo chillón, yacía un sobre color amarillo que simplemente tenía su letra escrita en el borde inferior derecho. Nuevamente, con el corazón palpitando y amenazando con salirse de su pecho, se abalanzó sobre el sobre y lo abrió como un niño abre los regalos en Navidad o en su cumpleaños. Adentro la esperaba un papel blanco como la nieve. “Cuando dudes, pensá en mí, en cuánto te amo y en la magia que creamos, y sonreí.” Nuevamente, comprobando que para ser superhéroe en el mundo moderno, no se necesitan disfraces o antifaces, si no gestos como estos, la había salvado.

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