13.8.10

Eran las cuatro de la tarde, y de su boca no salían más que mentiras. Estaba sentado en el sillón, enfrentado a la pared, con la ventana abierta y las persianas cerradas, las cuales no servían para protejerlo del viento frío del infierno invernal en el que estaba viviendo. Las luces estaban apagadas y lo único que él veía era el vaso vacío en su mano izquierda con tres hielos derritiéndose con el pasar del tiempo, o por lo menos creía verlo por el acostumbramiento a la escena. Las puertas estaban cerradas y no había ruido que pudiera interrumpir su discurso. Todo se había ido con ella. Aún así, estando solo -o mal acompañado por una botella casi vacía y el silencio del departamento-, él mentía. ¿A quién mentirle? A él, a la vida. Tenía veintitres años y ya había reunido suficientes razones como para necesitar mentirle a la vida para convencerse a él mismo de que todo estaba bien.
-La olvidé. Ya no es nadie- se decía una y otra vez,
Sin embargo, el dolor ganaba de manera ocasional entre sus lapsos de dureza y virilidad ante las dificultades que su partida le había generado. De repente, sus ojos oscuros se llenaban de lagrimas rogandole que las dejara escapar.
El reloj de la pared mostraba que las horas pasaban, pero él no sentía que el tiempo avanzara. Es más, hace días que no sentía. Parte de él necesitaba no sentir. Después de todo, durante los últimos días con ella, había sentido millones de preguntas complejas sin respuestas aparecer en su cabeza, y otros tantos de problemas que se asomaban entre sonrisas fingidas.


Ideas que mueren repentinamente.

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